“EL PESCADOR”

Un cielo plúmbeo. Una mar movida. En la total oscuridad de la noche la barca era solo una diminuta lucecita en la lejanía, semejante a una luciérnaga. A merced del vaivén de unas olas de colores cada vez más oscuros, el pescador luchaba por mantener el equilibrio con su caña. Paulatinamente el oleaje fue aumentando y, olvidándose de la pesca, decidió volver a la orilla.

Mientras intentaba dominar el flujo y reflujo de la mar, maldecía su mala suerte, su decisión equivocada de salir a pescar en una noche tan aciaga. Sumido en esos pensamientos, un fuerte golpe de mar levantó la barca y otro la volcó quedando el pescador bajo el casco. Empezó a nadar, avanzó un poco debatiéndose contra la corriente, siempre agarrado a la madera, pero la marea cada vez más potente menguaba sus fuerzas, su lidia implacable y desesperada contra ese ataque brutal de la naturaleza fue inútil y se hundió.

Al principio todo era oscuro, tenebroso, frio, pero al descender en lo más profundo, el náufrago empezó a vislumbrar una claridad para él desconocida hasta que se encontró frente a un pequeño pueblo. No podía caminar, notaba la falta de gravedad y seguía flotando. A su alrededor otras figuras deambulaban por las estrechas calles. Ningún ruido, todo era silencio. En esa atmósfera extraña estaba bien, tranquilo, sin miedo.

Siguió adelante hasta que se topó con dos figuras conocidas que al verle lo llamaron:

-Hola Iñaki, te estábamos esperando. Hemos visto lo que te ha pasado y sabíamos que el desenlace era este. No se puede vencer a un mar embravecido. No tenías que haberte arriesgado.

Al reconocer a sus abuelos, Iñaki se dio cuenta de donde se hallaba, pero contrariamente a lo que se puede suponer, tuvo una sensación de bienestar.

-Si, tenéis razón, fue demasiado arriesgado, pero Nuria y los chicos necesitan de mi trabajo. La vida allí afuera es muy dura y cuando la pesca escasea, se pasan estrecheces.

Es verdad – repuso el abuelo – lo sabemos, porque desde aquí se ve todo.  Podemos seguir el día a día de las personas que han formado parte de nuestras existencias. Ven, te enseñaré el lugar desde donde podrás ver lo que está pasando allí arriba.

Iñaki siguió a sus abuelos a través de callejuelas hasta llegar a un espacio abierto frente a una gran ventana. Se asomó y desde allí vio como unos barcos surcaban la mar, ahora en calma, en su búsqueda. También vio en su casa la pena de su esposa y de sus hijos. Ante esa visión hubiese querido tranquilizarles, decirles que se encontraba bien, que no lloraran por él, pero fue imposible. Se desesperó y a partir de ese momento solo le quedó el consuelo de poder seguir los acontecimientos de su familia a través de esa abertura bajo el mar.

Desde allí, asistió a la búsqueda de trabajo de su mujer para el sustento de sus hijos. Los vio crecer y se sintió orgulloso de la educación que Nuria les había dado. Todo perfecto hasta que un día un extraño entró en la que había sido su casa.

Fue un golpe muy duro que lo dejó desconcertado. Sintió como los celos se instalaban en todo su ser. No, no, no podía aguantar ver a Nuria en brazos de otro hombre. Y decidió alejarse de esa ventana que le causaba sufrimiento.

Habló con sus abuelos. Ahora era él que necesitaba tranquilizarse porque ya no se encontraba bien. Su estancia en ese abismo marino se volvió insoportable y a lo largo de muchos meses solo flotaba en ese inframundo acuoso sin querer ver lo que pasaba en la superficie.

Así no vio lo que su mujer estaba sufriendo; no vio el maltrato que soportaba día tras día, no vio las vejaciones a las que ese extraño la sometía. Sus denuncias, su decisión de separarse solo consiguió enfurecerlo.

Al principio todo era oscuro, tenebroso, frío, pero al descender en lo más profundo, Nuria empezó a vislumbrar una claridad para ella desconocida hasta que se encontró frente a un pequeño pueblo. No podía caminar, notaba la falta de gravedad y seguía flotando. A su alrededor otras figuras deambulaban por las estrechas calles. Ningún ruido, todo era silencio. En esa atmósfera extraña estaba bien, tranquila, sin miedo.

Relato escrito por María Castaldi Gatti (amiga de la Fundación)

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